Cenizas a las cenizas
El reto que el Teatro Quimera ha asumido con el montaje de la obra Cenizas a las cenizas del dramaturgo inglés Harold Pinter, bajo la dirección de Jorge Prada y las actuaciones de Fernando Ospina como Devlin y Sandra Cortés como Rebeca, es un acto de resonante actualidad; dado que la obra tiene la capacidad de remitir a la audiencia a los efectos o “aromas” de un fenómeno conocido hoy como post-conflicto.
La obra nos muestra a una pareja que podríamos ubicar posiblemente en la década de los años 60 sosteniendo una conversación en apariencia doméstica; pero que progresivamente y sin recato alguno, se convierte en un interrogatorio implacable por parte de un Devlin alcohólico y desesperado. El lugar, ubicado en el sótano de una casa de campo inglesa, rápidamente nos transporta a una mazmorra de tortura en Auchswitz, a las limpiezas étnicas de la antigua Yugoslavia de la década de los 90 y tristemente a las fosas comunes de la reciente historia de violencia en Colombia.
Los personajes evidencian el conflicto esencial: dominio y sumisión; víctima y victimario; donde Devlin insiste en indagar asumiendo de paso una posición dominante sobre una Rebeca que parece carente de lucidez y que recuerda repetidamente a un amante que ella “adoraba” y quien, en una serie de actos de tinte sado-masoquista, rodeaba su cuello con la mano y luego le pedía que besase su puño.
Luego, Rebeca narra eventos en los cuales niños son arrancados de sus madres en la plataforma de una estación de tren. A veces de manera indescifrable y otras condescendiente, habla con dulzura pero cambiando el tema, eludiendo con habilidad a los constantes llamados de Devlin a enfocarse y regresar al tema de sus preguntas. La obra contiene metáforas de gran significado: el sonido de la sirena del auto de policía que se aleja, para Rebeca, se revela como un signo de alarma y de esperanza de liberación, mientras que para Devlin, es un signo de orden y seguridad. La pluma que Rebeca declara inocente es una clara alusión a las inocentes víctimas de las atrocidades que se cometen en la guerra, especialmente a los niños; Devlin, en cambio, pone en duda la inocencia de la “pluma” mostrando, desde su punto de vista, la justificación para masacrar seres humanos en los campos de concentración. Finalmente, la posición de víctima que alcanzamos a figurarnos en Rebeca es negada por ella misma: tras afirmar en primera persona que el bulto que escondía bajo su mano izquierda era su bebé y que le fue arrebatado por un hombre, cuando otra mujer pregunta por el bebé, responde con desconcierto: “¿Cuál bebé? Yo no tengo ningún bebé”.